La construcción
de la gran Catedral de Santiago de Compostela debió comenzar
alrededor del año 1075, promovida por el obispo Diego Peláez
y dirigida por el Maestro Esteban.
El rey leonés Alfonso VI y especialmente el primer arzobispo de la
ciudad, Diego Gelmírez, impulsaron de tal manera la Catedral, la vida
urbana y las peregrinaciones,
que puede hablarse del siglo XII como el de mayor esplendor de la
historia compostelana. Esta vez no se conformaron con un santuario que
albergase las reliquias, sino que diseñaron una gran catedral de
peregrinación siguiendo el estilo que se extendía por el Camino de
Santiago. Por ella desfilarían los mejores constructores del Románico
hasta llegar al Maestro Mateo, autor de los últimos tramos de las naves,
las torres defensivas del oeste, la cripta y, sobre todo, del Pórtico de la Gloria, un conjunto escultórico sin igual en Europa que aun hoy preside la entrada oeste.
Cuando fue consagrada en el año 1211, la Catedral ya gozaba del privilegio de la absolución plenaria,
otorgado en 1181 por el Papa Alejandro III a todo el que visitase el
templo en un Año Santo Jubilar. También concedía a los fieles un valioso documento
que acreditaba haber recorrido el Camino de Santiago y aseguraba el
derecho de asilo en la ciudad. Convertida en meta de salvación de la
Cristiandad, la catedral evolucionó con tal vitalidad que fue capaz de
impulsar la construcción de calzadas, hospitales, albergues, mercados y
burgos enteros a cientos de kilómetros de distancia, en las rutas que
transitaban los peregrinos para alcanzarla.
Tras dos mil años de historia como centro espiritual, y casi mil de su
actual edificio, la Catedral se muestra hoy como un conjunto heterogéneo
de espacios y elementos estéticos que dejan ‘leer’ en la piedra la
extraordinaria historia compostelana. Y es que en su larga existencia el
templo ha sido escenario de toda clase de episodios sacros y mundanos,
que van desde la coronación de los reyes de Galicia en la Edad Media
hasta el acuartelamiento de los soldados franceses durante la Guerra de
Independencia, pasando por siglos de concordias y discordias,
exaltaciones y linchamientos, conspiraciones políticas y esplendor
religioso, ataques incendiarios y costosas campañas de embellecimiento,
pompa y beneficencia, donaciones y expolios, cobros de prebendas y
patrocinios, solemnes ofrendas y, sobre todo, incesantes peregrinaciones
hacia la tumba del Apóstol.
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